ARQUITECTURA URBANA: MEMORIA Y REPRESENTACIÓN SOCIAL


Carlos Niño Murcia

El hombre es animal de manada, a pesar de su egoísmo bestial; por eso Robinson Crusoe es un imposible y de ahí su amigo Viernes. El ser humano siempre ha vivido en comunidad, ya sea en una gran familia o en un grupo de clanes afines, y muy pronto se organizó en aldeas, asentamientos ancestrales surgidos con la revolución agrícola1. Su cuerpo no puede ir desnudo por el mundo, debe vestirse y acondicionar un refugio, luego desde siempre ha hecho arquitectura. Y no la construye solo para satisfacer necesidades, sino que en ella representa a la vez sus valores y concepciones acerca del mundo, de la vida, del amor y de la muerte.


La ciudad es una construcción de la sociedad que concreta su ser, su grandeza y su miseria, pero se trata de un artefacto múltiple, rizomático, que no cabe en una mirada simple ni en un escrito breve. Como concentración social en el espacio, por ella circulan necesidades y saberes, oficios y comercios, consumos, deseos, pulsiones y conflictos; así mismo, contiene clases sociales, ilusiones insatisfechas, horarios y tensiones desplegadas en ese escenario artificial que es la arquitectura de la ciudad.

Leemos a Dublín en el Ulises de Joyce, en la simultaneidad de sus personajes y eventos, en los tiempos que cabalgan congestionados sobre el presente, donde el pasado y el futuro se condensan en palabras polisémicas. Con facilidad aceptamos que la ciudad es un fenómeno del espacio, de áreas, sectores, edificios, plazas, bordes y del aire que la mece, pero nos es más difícil, aunque indispensable, aceptar que es asunto del tiempo. No sólo de la cronología y el curso de las horas, o de las estaciones y el giro frente al sol, sino sobre todo del tiempo de la memoria, que se sedimenta y revive en muros y parajes de su historia.


La arquitectura, sobre todo la construida en piedra o materiales fuertes, permanece más allá de lo efímero de una vida, para trascender las generaciones y recibir en sus paredes, como musgos invasores, la memoria de los sucesos y los valores de la sociedad que la construye, habita y atraviesa. Así los sitios se impregnan de los hechos y generan los lugares, preñados de recuerdos y significados. Es la memoria colectiva cincelada en construcciones, La carne y la piedra, como bellamente titulara Richard Sennett su hermoso libro sobre las ciudades en la historia del mundo. Si un estudiante, al subir por la calle 45, es atracado en la esquina de la carrera 20, cuando pase por allí evocará el insuceso y su corazón se detendrá frío por un instante; pero quien, en cambio, allí obtuvo el primer beso de su amiga, siempre que cruce este punto, con una sonrisa, su corazón recordará la ternura de unos labios. Bueno, veamos entonces qué y cómo leer esta ciudad de la representación y los recuerdos…


Camilo Sitte, gran estudioso y caminador de ciudades, recomendaba tres pasos para conocer una. Primero, debe uno ir a donde el librero viejo, para oírle la historia del lugar, quién la fundó, cuáles fueron sus momentos de auge o desgracia, sus abandonos, expansiones o catástrofes. Posteriormente, subir a una torre —ya sea Monserrate o el Empire State— y observar el lugar y sus relaciones con el entorno, para leer los tejados y los tiempos en que se ha construido. Y, el tercer paso es conseguir un plano, pero como todo viajero sabe, los mapas tienen un sino fatal: se rompen con facilidad por sus pliegues. Entonces él aconsejaba rasgarlo desde el comienzo y recorrer cada uno de esos fragmentos. Después, algún día en que releía su biografía, supe que había un cuarto punto: averiguar qué se come allí y dónde lo preparan bien, para palpar la ciudad por su cocina. Y según Alexander Durrell, también es necesario tener un amor en ella, así sea platónico… para los tímidos.


Georges Duby, historiador penetrante, después de dirigir durante años el estudio de la historia urbana de Francia, concluye que la ciudad no es una gran acumulación de población ni tampoco el lugar de la producción terciaria, sino que sobre todo es el sitio de anclaje del poder, que desde allí se lo administra para dominar el territorio, y eso lo supieron los imperios romano y español. De donde ver cómo se ejerce y se representa el poder es una tarea primordial.


Comprender la ciudad requiere tener en cuenta algunos aspectos. En primer lugar, y como si en un helicóptero la miráramos desde muy arriba, considerar las tres escalas: la geopolítica, donde vemos la relación con los ríos, las montañas, el comercio y las grandes rutas; esa es su primera razón de ser. Luego baja el helicóptero y analizamos el emplazamiento, cómo se ubica en la bahía, en la sabana o en la ribera del río, cómo se adapta a la topografía y despliega los caminos a manera de tentáculos para articularse con su ámbito territorial propio, o con otros asentamientos. Y descendemos aún más para mirar la traza, cómo es la red de vías principales, la plaza, los lugares importantes y las viviendas, o sea su estructura urbana.


Así mismo, es oportuno saber que las ciudades tienen tres elementos fundamentales: los elementos primarios o monumentos, que son las instituciones en las que la comunidad concreta sus creencias y propicia su funcionamiento, a la vez que actúan como los mojones topológicos que orientan la dinámica de la ciudad; el tejido residencial, que cuenta como grupo, la trama donde viven sus habitantes y es el fondo de emergencia de los monumentos, más el espacio público, quizás la manifestación por excelencia de la forma urbana y el lugar privilegiado de encuentros y desencuentros.


Cuando proyectamos la arquitectura lo hacemos a partir de los llamados tipos. Un tipo de edificio es una casa colonial, con su zaguán y patio rodeado de columnas, o una casa inglesa de Teusaquillo, con su vestíbulo de gran escalera y cubiertas inclinadas para que ruede la nieve, o un apartamento de los de La Soledad o Palermo, amplísimos, con viejas cocinas y sin portería ni sótanos de garaje, o esos minúsculos apartaestudios actuales, con cocina-comedor, portero uniformado y todo estrecho y muy barato. Cada uno de estos tipos corresponde a una morfología urbana, la de calles estrechas con andenes bajo un alero y en el centro la plaza mayor; la de la ciudad jardín, con antejardines y calles arborizadas; la de las viejas urbanizaciones de los años cincuenta, o la de los apretados conjuntos actuales que se esconden asustados tras las rejas. La morfología la definen las avenidas y espacios abiertos, la específica secuencia de vanos, materiales, colores, alturas y áreas verdes; cada una corresponde a una época, pero todas se superponen como capas para adaptarse a la vida actual.


Existe igualmente lo que llamamos el carácter de una ciudad. Estambul o El Cairo, San Petersburgo, Londres, Nueva York o Barranquilla, tienen una forma de ser, definida por sus gentes, el color de la tierra y de su entorno, la condición de sus paredes y los materiales y tipos con que la han construido, pero sobre todo su pasado y su futuro, que la marcan y condicionan. Y se lee su distribución predial. Aldo Rossi decía que en la dimensión del lote podemos reconocer la lucha de clases: ver unos de tres metros donde se apila una familia y otros de manzana entera con una gran casa señorial es reconocer la desigualdad social.


Como artefacto complejo contiene diversos espacios: la zona cívica, las numerosas residenciales, las de servicios o talleres, la del paseo del amor —generalmente silencioso y con bellos paisajes bajo la luna—, las zonas deportivas o las comerciales —las plazas de mercado, los hipercentros o las calles de las tiendas, con sus especializaciones: los muebles, los zapatos, las joyas, las antigüedades, las tipografías o las comidas—. Todo esto es la topología por discernir de una ciudad, apoyada o ratificada por la toponimia y la persistencia de las costumbres. Pero, como decíamos al principio, ella no es sólo asunto de espacios sino de éstos en el tiempo; por eso debemos considerarlos transformados por los eventos, el calendario, las horas y los recuerdos. Sabemos lo que es el viernes en la noche, rumbero y risueño a pesar del cansancio de la semana; o el domingo en la mañana, en que la ciudad luce luminosa y sin afanes, o ese mismo día al caer la tarde, en que el aire se torna deprimente ante la amenaza de los lunes —razón tienen los zapateros—. Cada día de la semana tiene un color, matizado por las horas; una es la plaza principal o la calle a mitad de la noche y otra en el mediodía; una en las labores diarias y otra el día de la fiesta, como la canta Serrat en la mañana de San Juan, vestida «de banderas de papel que revolotean al viento», mientras gentes y edificios «bailan y se dan la mano».


Por eso volvemos al Dublín de Joyce, para recorrerlo y leerlo, desde las ocho de la mañana hasta las diez, en que Stephan Dedalus va de la torre a la escuela y a la calle, y retroceder el reloj de nuevo a las ocho, ahora con Leopoldo Bloom, de su casa al baño y al entierro, de las oficinas del periódico a la biblioteca o la taberna —cuando ya los dos personajes se han encontrado—, después al burdel y de nuevo a la casa. Para terminar a las dos de la mañana con el soliloquio de Molly recorriendo Dublín, su natal Gibraltar y el mundo entero desde su almohada, en un acto de memoria y onírico devaneo que contiene la vida urbana con sus remembranzas y quimeras. Esa es la ciudad de todos, la ciudad de cada quien y la de ese cada quien entre todos; esta jungla de concreto plena de vivencias y significados que no podemos dejar quienes la amamos, a pesar de sus hostilidades y desventuras. La ciudad nuestra, un texto de vida para leer y construir, para hacerlo con imaginación y cuidado, con solidaridad y poesía.

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