LA CUIDAD DEL SIGLO XXI Y SU POLITICA EXCLUYENTE


Medellín se construye en dos dimensiones, bajo la doble óptica de inclusión y exclusión, de desarrollo y abandono.

En su centro se levanta la ciudad moderna, próspera; modelo de pujanza paisa y eficiencia administrativa. En su periferia cientos de miles de personas han construido y construyen la otra ciudad; esa que sale de su propia creatividad y que es realizable en medio de su miseria.

Con pala y azadón, con caneca y costal, con deshechos industriales y materiales de segunda; en convite, las comunidades han abierto caminos que luego serán carreteras, han construido acueductos y alcantarillados cuyos servicios después son facturados por las propias Empresas Públicas; han levantado escuelas, puestos de salud, sedes comunitarias y hasta iglesias.
Así ha crecido buena parte de la ciudad. Las oportunidades de empleo y de acceso a los servicios básicos como salud y recreación se encuentran en la otra ciudad, en la de amplias avenidas y lujosos edificios. A esta llegan cada día los habitantes de ladera, buscan su sustento y retornan al territorio en el que la noción de gobierno se pierde.

La industria, símbolo de la economía antioqueña, se ha beneficiado de la mano de obra barata y abundante; pero cuando llega la crisis, los trabajadores son los primeros sacrificados y las oportunidades de vida se reducen al subempleo, la economía informal, la indigencia, la prostitución y la delincuencia.

La pobreza histórica de grandes sectores de la población ha llegado a la miseria mientras que la riqueza sigue concentrándose en un pequeño grupo que reduce la función del Estado a la protección de sus bienes.
La ciudad del centro expulsa permanentemente a quienes no caben en el proyecto de ciudad del siglo XXI. El desarrollo deja hermosas avenidas y modernos edificios en lugares marginales, pero su población está siendo desplazada y otros son los beneficiarios del progreso. Basta preguntar: Quién habita hoy los edificios de Niquitao, La Iguaná y El Chagualo? Dónde están los moradores del sector de Guayaquil en donde las residencias se han convertido en patrimonio arquitectónico y dónde también el grueso número de mujeres prostituidas que ocupaban la zona en la que hoy se encuentra el Museo de Botero?

Algunas de estas personas estarán escarbando las laderas para colgar de ellas miserables ranchos; otros deambulan por las calles, huyendo siempre de los operativos oficiales o de las “fuerzas oscuras” que han cobrado la vida de muchos de ellos y otros han habitado cuevas de las que también han sido sacados por la fuerza y destruidos sus rudimentarios refugios.

En esta ciudad el espacio público se protege de venteros, prostitutas pobres e indigentes, pero no de la ocupación que de él hacen hoteles y establecimientos de comercio ni del cerramiento de calles y parques en los núcleos residenciales de estrato alto.

El Metro, los cetros comerciales y buena parte de la ciudad están prohibidos para la gente más pobre. Esta restricción la garantizan los cuerpos de seguridad oficial, las compañías de vigilancia privada, las “Convivir” y toda la estructura paramilitar que junto a los demás cuerpos se vale de la sofisticada red de cámaras instaladas en la ciudad y mantienen en la periferia a los ciudadanos indeseables bajo el pretexto de protección de la “seguridad ciudadana”.
Esquema de seguridad que se traduce en represión para la gente de la periferia. La fuerza pública difícilmente puede ser vista por alguien de estratos bajos como símbolo de protección porque son muchas las ocasiones en que se ha requerido su presencia y la respuesta se reduce a frases irónicas como “llámenos cuando haya muerto” o “por allá no sube nadie”. En muchas zonas la Fiscalía se niega a realizar diligencias básicas como levantamientos de cadáver y la intervención de una inspección municipal para un conflicto vecinal es impensable.
Los barrios quedan a merced del más fuerte y así lo evidencia la proliferación de bandas delincuenciales. Al Estado no le importaron los miles de jóvenes que estaban armados sometiendo y atropellando a los habitantes de estos barrios en la década del 80; tampoco le importó que se convirtieran en el ejército privado del narcotráfico y toleró que funcionarios públicos colaboraran directamente con estas organizaciones ilegales.
Sólo se reconoció el problema cuando las bandas decidieron atacar policías y funcionarios oficiales, pero entonces la periferia se vio manchada por reiteradas e indiscriminadas masacres, ejecutadas en plena vía pública, en las que perecieron muchos inocentes.
También se ha promocionado, como propuesta bandera de la alcaldía, la penalización de los menores de edad. Una ciudad en la que los niños y niñas son lanzados a la prostitución, la indigencia y el trabajo forzado; en la que el acceso a la educación está negado por razones económicas; en la que la desnutrición y enfermedades típicas de la miseria cobran la vida de muchos infantes y en la que gran parte de las víctimas inocentes son menores no puede pretender resolver el problema encarcelándolos para ocultar la ineficiencia del Estado.

Tampoco ha sido acertada la forma como se trata la prostitución callejera. Retener a las mujeres y niñas, obligándolas a abandonar el sector, filmar o fotografiar a sus clientes como escarnio público no ataca el problema sino que lo traslada; asesinar a las mujeres tal como ha sucedido frecuentemente tampoco resuelve el asunto. La prostitución que aquí se ejerce no es un problema de la moral ni de la justicia penal.
Esta ciudad demanda justicia Social. Sin ella no será el modelo para el Siglo XXI; salvo que se pueda erigir sobre la sangre de más del 70% de su población.
Esta ciudad requiere el reconocimiento de la calidad de ciudadanos de primera clase a los habitantes de su periferia y su inclusión real en los beneficios previstos en la ejecución de esos megaproyectos que componen el rumbo de una urbe que se dirige como modelo de desarrollo.

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